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El traje nuevo del Emperador - Hans Christian Andersen

El traje nuevo del Emperador - Hans Christian Andersen
Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”. La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. -¡Deben ser vestidos magníficos! Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. «Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. «Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. -¿Qué? «¡Cómo! -¡Sí! Related:  Prácticas del Lenguaje IV

cuentos con valores para el crecimiento personal y la autoayuda Cuentos modernos Selección de cuentos perteneciente al libro Los cuentos del peregrino Laureano J. Benítez Grande-Caballero Ed. Otras obras del autor en : Para pedidos de la obra en ebook, pulse aquí Para pedidos de la obra impresa, pulse aquí Extracto del CAPÍTULO 3 Progreso innecesario Un hombre pasaba todos los años sus vacaciones en un remoto lugar de las Montañas Azules de Virginia, y un otoño, al regresar a Nueva York, llevó a una vecinita de 11 años para que conociera la metrópoli. Desde el principio hasta el fin Florela se portó admirablemente: seria, un poquito encogida, pero siempre adaptándose gustosa al torbellino metropolitano. —Bueno queridita —le preguntó—¿qué te ha parecido realmente Nueva York? Sin la menor vacilación y con cierto aire de condescendencia, Florela le contestó: —Muy bonito; pero, por supuesto, completamente innecesario. El canto del grillo —¡Párate un momento! —¿Qué oyes un grillo? —Está claro que sólo tú podías oír al grillo. ¾¡Cerdo!

Caperucita Roja - Charles Perrault Había una vez una niñita en un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto; su madre estaba enloquecida con ella y su abuela mucho más todavía. Esta buena mujer le había mandado hacer una caperucita roja y le sentaba tanto que todos la llamaban Caperucita Roja. Un día su madre, habiendo cocinado unas tortas, le dijo. -Anda a ver cómo está tu abuela, pues me dicen que ha estado enferma; llévale una torta y este tarrito de mantequilla. Caperucita Roja partió en seguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo. -Voy a ver a mi abuela, y le llevo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía. -¿Vive muy lejos? -¡Oh, sí! -Pues bien -dijo el lobo-, yo también quiero ir a verla; yo iré por este camino, y tú por aquél, y veremos quién llega primero. El lobo partió corriendo a toda velocidad por el camino que era más corto y la niña se fue por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr tras las mariposas y en hacer ramos con las florecillas que encontraba.

Bola de Sebo Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaban sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán. La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron a la población. La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron. -Voy con mi mujer -dijo uno. -Y yo. -¡Eh!

Casa tomada - Julio Cortázar Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia. Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. -¿Estás seguro?

¿De dónde procede el nombre de los meses del año? Originariamente, el calendario primitivo de Roma se dividía solamente en 10 meses. Fue Numa Pompilio, el segundo rey de Roma (715-672 a. de C.), quien adaptó el calendario al año solar y le agregó los 2 meses restantes. ENERO. Éste fue el primer mes añadido. Su nombre antiguo era Ianuro, en honor al dios Iano, que era el protector de puertas y entradas. El patito feo - Hans Christian Andersen - Ciudad Seva ¡Qué lindos eran los días de verano! ¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Sí, era realmente encantador estar en el campo. Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. -¡Cuac, cuac! -¡Oh, qué grande es el mundo! -¿Creen acaso que esto es el mundo entero? Y fue a sentarse de nuevo en su sitio. -¡Vaya, vaya! -Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… -dijo la pata echada-. -Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper -dijo la anciana-. Por fin se rompió el huevo. -¡Cuac, cuac!

La Cenicienta Un hombre rico tenía a su mujer muy enferma, y cuando vio que se acercaba su fin, llamó a su hija única y le dijo: -Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te protegerá desde el cielo y yo no me apartaré de tu lado y te bendeciré. Poco después cerró los ojos y espiró. La niña iba todos los días a llorar al sepulcro de su madre y continuó siendo siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el sepulcro con su blanco manto, llegó la primavera y el sol doró las flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo. La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso, pero un corazón muy duro y cruel; entonces comenzaron muy malos tiempos para la pobre huérfana. -No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado, que gane el pan que coma, váyase a la cocina con la criada. Le quitaron sus vestidos buenos, le pusieron una basquiña remendada y vieja y le dieron unos zuecos. -¡Qué sucia está la orgullosa princesa! -Un bonito vestido -dijo la una. -Es mi pareja.

Los asesinos - Ernest Hemingway La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador. -¿Qué van a pedir? -les preguntó George. -No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al? -Qué sé yo -respondió Al-, no sé. Afuera estaba oscureciendo. -Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero. -Todavía no está listo. -¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta? -Esa es la cena -le explicó George-. George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador. -Son las cinco. -El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre. -Adelanta veinte minutos. -Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. -Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté. -A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas. -Esa es la cena. -¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena? -Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. -Summit. -Nada.

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