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Seminari

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Luis López Nieves - Ciudad Seva - Escritor Latinoamericano. Un huevo - Anónimo. Niña de nieve - Anónimo. Sentada en el rincón de la chimenea, la anciana suspiraba quedamente mientras revolvía la sopa: nunca se había sentido tan triste. Muchos, muchos años habían pasado y habían dejado el peso de los inviernos sobre sus hombros y habían encanecido sus cabellos sin traerle siquiera un hijito. Tanto a ella como a su viejo y querido esposo les apenaba su falta, porque fuera había muchos niños jugando en la nieve. Les resultaba duro aceptar que ninguno fuera en verdad el suyo. Pero, ¡ay! El anciano trajo un haz de leña y se sentó. -Mira, Marusha -le dijo a su mujer-.

Juntos ante la ventana, se rieron al ver cuánto se divertían los niños. -Salgamos a ver si nosotros también podemos hacer un muñequito de nieve. Pero la anciana se rió de él. -¿Qué dirían los vecinos? -Sólo uno pequeño, Marusha, solamente un muñeco pequeñín. -De acuerdo, de acuerdo –dijo ella riéndose-, haremos lo que quieras, Youshko, como siempre. Dicho esto, apartó la olla del fuego, se puso un gorro y salieron. -¡Marusha! Los dos jorobados - Anónimo. En un pueblo vivían dos jorobados a los que todo el mundo conocía. Uno de ellos, de temperamento animoso, gustaba mucho de salir, en las noches del verano, a tomar el fresco en las eras1 porque podía estar solo y a salvo de las burlas ocasionales y pensando en sus cosas. Allí se entretenía el hombre con sus pensamientos sin que nadie le molestara. Una noche de ésas se fue a las eras, como de costumbre, y allí estaba tumbado viendo pasar las horas. Le dieron las diez de la noche, y le dieron las once... y él, nada, tan tranquilo y tan a gusto.

Y entre que sí y que no, y entre la curiosidad y el repeluco, pasó el tiempo y dieron las doce. Las visiones que veía eran las brujas que saltaban, cantaban, bailaban y se contorsionaban al son de la música. -Lunes, martes y miércoles, tres; lunes, martes y miércoles, tres. Así una y otra vez. -Jueves, viernes y sábado, seis; jueves, viernes y sábado, seis. -¡Ay, qué bien! -¿Quién ha sido, quién?

Y el jorobado dijo: -¡Mira qué gracioso, el pobre! El asceta y la prostituta - Anónimo. Era un pueblo en el que vivían, frente a frente, un asceta y una prostituta. El asceta llevaba una vida de penitencia y rigor, apenas comiendo y durmiendo en una mísera choza. La mujer era visitada muy frecuentemente por hombres. Un día el asceta increpó a la prostituta: -¿Qué forma de vida es la tuya, mujer perversa? La mujer se sintió muy triste. -Mujer, eres terrible. La mujer sintió gran tribulación.

Deseó profundamente que Dios la apartase de ese modo de vida, y, unas semanas después, la muerte se la llevaba. -Te quejas de ser conducido a las regiones inferiores a pesar de haber gastado tu vida en austeridades y penitencias, y de que, en cambio, la mujer haya sido conducida a las regiones de la luz. La Cenicienta - Hermanos Grimm. Un hombre rico tenía a su mujer muy enferma, y cuando vio que se acercaba su fin, llamó a su hija única y le dijo: -Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te protegerá desde el cielo y yo no me apartaré de tu lado y te bendeciré.

Poco después cerró los ojos y espiró. La niña iba todos los días a llorar al sepulcro de su madre y continuó siendo siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el sepulcro con su blanco manto, llegó la primavera y el sol doró las flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo. La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso, pero un corazón muy duro y cruel; entonces comenzaron muy malos tiempos para la pobre huérfana.

-No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado, que gane el pan que coma, váyase a la cocina con la criada. Le quitaron sus vestidos buenos, le pusieron una basquiña remendada y vieja y le dieron unos zuecos. -¡Qué sucia está la orgullosa princesa! -Un bonito vestido -dijo la una. -Es mi pareja. El traje nuevo del Emperador - Hans Christian Andersen. Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”. La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa.

Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida. -¡Deben ser vestidos magníficos! -¿Qué? «¡Cómo! -¡Sí! Los asesinos - Ernest Hemingway. La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador. -¿Qué van a pedir? -les preguntó George. -No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al? -Qué sé yo -respondió Al-, no sé. Afuera estaba oscureciendo. -Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero. -Todavía no está listo.

-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta? -Esa es la cena -le explicó George-. George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador. -Son las cinco. -El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre. -Adelanta veinte minutos. -Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. -Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté. -A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas. -Esa es la cena. -¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena? -Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. -Summit. -Nada. Casa tomada - Julio Cortázar. Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios.

Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Cómo no acordarme de la distribución de la casa.