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Argullol

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Alegato contra la codicia. Catarsis y curación · ELPAÍS.com. En una época en que el entrañable y tranquilizador Juramento Hipocrático ha desaparecido de clínicas y hospitales, y en que la cuestión médica está en manos de las llamadas autoridades sanitarias -a menudo burócratas que lo ignoran todo del hombre, excepto que es un animal al que se le pueden extraer impuestos y votos-, resultan aleccionadoras las resistencias de ciertos médicos a considerar que la enfermedad es una pura mercancía sometida a la ley de la oferta y la demanda. A este respecto, por ejemplo, soy siempre un entusiasta seguidor de las opiniones del doctor Moisès Broggi, tan buen memorialista en este último periodo como cirujano a lo largo de toda su vida. Hay una lucidez especial en este hombre que ha alcanzado los 102 años. Para el médico nada hay más valioso para el diagnóstico que los recuerdos que sólo el paciente puede relatar Las palabras son tan importantes como los instrumentos de diagnóstico Rafael Argullol es escritor.

Nadie sabe nada. Desde hace tiempo soy un fiel seguidor del Foro Económico Mundial que se celebra cada año en Davos, Suiza. Reconozco que me fascina el hecho de que los que se consideran los poderosos del mundo se den cita puntual, cada temporada, para dar a conocer sus propuestas y opiniones. El resto del año casi todos los que viajan a Davos, a excepción de los políticos, permanecen agazapados en sus bancos, consejos de administración, fundaciones o cátedras, sin que se les ocurra ponerse demasiado bajo los focos.

Sin embargo, de repente, en Davos los enmascarados se sacan las máscaras y la economía mundial deja de ser un baile de disfraces para convertirse en un aquelarre a cara descubierta, en el que se proclaman las cosas con alegre impunidad. Por unos días la hermandad davosiana crea un ceremonial casi sagrado -siempre, claro, en torno al Becerro de Oro- que, gracias a las informaciones periodísticas, adquiere resonancia planetaria. Y quizá sería el lema justo. El País, 06/2/2012. La humanidad como negocio | Opinión. Las palabras, no nos engañemos, son importantes y, a menudo, son más valiosas que mil imágenes. Y cuando las palabras ocupan el escenario público hay que estar muy atento porque pueden representar un espejo de la época en el que, voluntaria o involuntariamente, nos reflejamos todos.

Yo, por mi parte, estoy fascinado con esa terminología, cada vez más inevitable, que invita a considerar a la humanidad como una pura mercancía. No es que crea que en otras épocas era diferente, pero religiones, ideologías y doctrinas políticas convertían en brumoso lo que ahora se presenta como nítido y sin tapujos. Las cosas están claras, al menos si atendemos al significado de las palabras. Obviamente esto no es una exclusiva del gobierno conservador. Nuestras autoridades con una demagogia propia de los antiguos tribunos de la plebe apelan al sinnúmero de puestos de trabajo que nuestra Las Vegas local va a proporcionar Quizá no tendremos buenos científicos pero tendremos maravillosos crupiers. Nietzsche y el caballo.

El 3 de enero de 1889, por la mañana, Friedrich Nietzsche abandona su casa de la calle de Carlo Alberto, en Turín, para dirigirse al centro de la ciudad. En el transcurso de su paseo es testigo de una escena que le hace detenerse: un cochero está maltratando a su caballo que, exhausto, no quiere continuar la marcha.

Nietzsche interviene. Rodea el cuello del caballo con sus brazos y rompe a llorar. Sus últimas palabras son: "Madre, soy tonto" ("Mutter ich bin dumm"). Luego viene el derrumbe, una pérdida del habla y de la conciencia que durará diez años, hasta su muerte justo en el cambio de siglo, en 1900. Simultáneamente se inicia uno de los destinos más prodigiosos y contradictorios que haya podido tener el pensamiento de un hombre. En esta década de exilio mental Nietzsche sigue siendo un completo desconocido en los circuitos académicos europeos; sin embargo, lentamente, sus escritos se van filtrando, como agua profunda, en determinados ambientes literarios y artísticos.

El molesto factor humano · ELPAÍS.com. En la primavera pasada oí una conversación en un pub londinense que me ayudó a comprender lo que está ocurriendo en la actualidad mucho más que las herméticas páginas económicas de los periódicos o los confusos discursos de tantos políticos. Era un pub situado en la City, a dos pasos del Támesis, y la animada conversación tenía como protagonistas a tres jóvenes ejecutivos, de no más de 30 años, que consumían cervezas sentados en taburetes improvisadamente colocados en la acera, sin duda con el ánimo de gozar de la calidez inusual de la tarde.

Como hablaban alto era fácil escuchar lo que decían con un tono desenfadado y alegre. Cuando yo presté atención estaba languideciendo el tema de las mujeres, vinculado al inmediato fin de semana, y se introducía la cuestión del fútbol, con dos seguidores del Chelsea y otro del Arsenal. No hay personas en la escena laboral. Han sido sustituidas por las cifras y un lenguaje esotérico Y eso es exactamente lo que sucede. Rafael Argullol es escritor.